Skip links

CHAPULTEPEC

Los días de encierro por la cuarentena del coronavirus se están haciendo eternos. Y están sacando lo mejor de nosotros. Pero también lo peor.

El otro día, antes de dormir, me dio una de esas hambrecitas chinga-quedito que no son graves pero tampoco te dejan dormir. Así que, fiel a mis ideales de no dejar que nada me quite el sueño, me hice mi famoso changüis “El WidowMaker” (algún día les doy la receta) cuyo toque final es un chingo, pero un chingo de salsa de ajo.

Obviamente la señora que luego duerme conmigo se quejó:

-No mames. Lávate el hocico que parece que alguien se te murió ahí.
-No mames, tú. ¡Si nomás es ajo!
-¿Nomás, hijo de tu puta madre? (Es norteña) ¿Se te hace poco? De por sí siempre hueles a taco de canasta de chicharrón prensado. ¿Ahora con ajo? Lávate el hocico.
-¡Pero amor, el ajo es amor!
-¡LAVATE EL HOCICO!

Mientras que derrotado lavábame la buchaca, no pude dejar de notar la discriminación de la que acababa de ser objeto. Como si fuera lo peor a lo que he olido. Y eso me llevó a recordar lo siguiente.

En una ocasión, cuando era joven, intrépido y enamorado (Juan se llamaba y le apodaban Charrasqueado) tuve una de mis primeras citas diamor con Blanca, en el majestuoso Lago de Chapultepec.

El Lago de Chapultepec era el lugar más romántico para los pendejos sin dinero (en cuyas filas yo tengo el honor de incluirme) y podías pasarte una bonita tarde fajando hasta que te ardiera el patas de bola, remando en sus lanchitas y disfrutando del canto de uno que otro pinche pato (amo el canto del pato, pájaro de cuatrocientas voces, diría Nezahualcóyotl).

Pero como para remar se necesita estamina, había que desayunar antes. Y desayunar solo. Porque no me podía dar el lujo de pagar desayuno para dos (ni que fuera Ricky McPato).

Es por eso que me empujé con toda alegría una “torta” en las playas del Lago de Chapultepec. Y puse entre comillas (y entre comidas) torta, porque eso era nomás una telera con una rebanada de jamón con el mismo gramaje de una hoja de papel bond (Bond, Papel Bond). Por supuesto que contaba con su cachetada de mayonesa gelatinosa (ya amarilla y cuajada), su rebanada de aguacate oxidado más negro que la noche (Beeeeecker) y sus rajitas de chile en vinagre. 

Para el bajón, el ‘capitaine de serveur’ (el tortero) me recomendó su mejor tepache de piña californiana (de Baja California) ya bastante fermentado y espumoso como pipí de briago.

Y con las energías que el desayuno de campeones me había otorgado ya me sentía muy verdolagas como para remar por mínimo dos horas.

Cuando la cita llegó (una hora después, chingada puntualidad) nos subimos a la lancha y dejé que Cupido hiciera lo demás.

Cupido andaba medio indispuesto porque a los quince minutos y a medio lago los retortijones estomacales competían con mis palabras de amor…

-Eres más bella que (argggghhhhhhh) las estrellas…
-Tus hermosos ojos de un (piuk piuk grrrrrr) café chocomilk…
-Tus manos alabastrinas se posan sobre mi (gori gori pliuk) mejilla…

Así es. Empecé a sentir ese sudor frío y esos espasmos panzales que te anuncian la inminente llegada de tu vieja amiga la diarrea. Chingo a mi madre mil veces. Puta torta.

Apretando con todas mis fuerzas el nudo del globo yo ya no podía seguir declamando sonetos, ni citar a las musas, ni poner ojos de enamorado. Acepté lo que no quería aceptar: Me estaba cagando.

Como en ese momento era menos que imposible ir al baño, mi nerviosismo empezó a crecer. No sabía qué hacer. No me voy a cagar frente a sus párvulos ojos. Fue entonces que me dije: ¿qué haría el célebre filósofo del romanticismo Jean-Jacques Rousseau? A huevo…

Sin decir una palabra me tiré eufórico de diarrea por la borda del Crucero del Amor a las turbias y gargajeadas aguas del Lago de Chapultepec. Al sentirme cubierto y protegido por la oscuridad del anonimato dejé descargar el fruto de mi preciado culo esperando con toda esperanza (sic) que la tiniebla marítima ocultara mi pecado. Lo ocultó.

Mi ropa sirvió de tamiz. La consistencia (aguacaca: el quinto estado de la materia) también ayudó. Y las pardas aguas hicieron el resto.

Blanca me ayudó a regresar a la lancha y sonriendo me besó. No le importó que estuviera cubierto de aguas chirrias. Lo que para mí fue un penoso episodio, para ella fue solo “Una locura de enamorados”. Dios guarde a las mujeres ingenuas.

No sé qué fue de Blanca Imelda. Creo que ahora es maestra. Ni me acuerdo por qué tronamos. Pero seguro por el ajo no fue. ¿Saben por qué? Porque el ajo es amor.

-¿Ya te lavaste los dientes?
-Ya
-Bueno. Dame mi beso.
-Nel.
-Ándale, enojón.
-Nel.
-Y te hago otro changüis.
-Ay, bueno va. Qué fácil soy.