Maridaje para una mosca
Amigos, hoy les quiero contar sobre la vez que me comí una mosca.
Ya sé, no es algo que alguien quisiera contar o leer, pero déjenme ponerlo de esta manera para que se animen: es una historia de opulencia y degustación gourmet sobre ruedas.
Habiendo dicho lo anterior, tengo que empezar por, recordarles a los que leyeron mi columna anterior e informarles a los que recién me leen que, de niño, vivía en una colonia nada privilegiada en la periferia de la ciudad de Chihuahua.
Durante muchos años mi colonia ni siquiera figuró en la masa urbana, hasta que fue absorbida por ésta (nota importante a considerar: mi colonia no estaba pavimentada).
Fui un niño relativamente feliz, de pocos pero entrañables amigos, todos a menos de cien metros a la redonda de mi casa. Fui también el menor de tres hermanos y por menor no me refiero a uno o dos años, sino siete y ocho años respectivamente. Gozaba de algunas ventajas sobre mis amigos quienes tenían hermanos más cercanos a su edad y era que, mis padres, de cierto modo, me consentían por ser yo “el peque de la casa”. Esto, en ocasiones, tenía más contras que pros, pero de momento me concentraré en los pros, los contras merecerán, en otro momento, otra columna. Unos de los pros eran las navidades y cumpleaños. El Peque, o sea éste, su amable y redondo escriba, por lo menos hasta antes de los diez años, recibía buenos regalos ya que ambos de mis padres trabajaron toda su vida, Dios bendiga la paridad de género en mi hogar.
Dentro de todo lo bueno y, obviamente, por ser el menor de tres hermanos, me tocaron muchas cosas ya desgastadas por ellos, ropa, camas, juguetes, papás. Recuerdo que mis hermanos tuvieron, ambos, unos patines ajustables que a mí ya me tocaron oxidados y chuecos pero con los cuales aprendí a patinar dentro de la casa. Estos patines parecían más unas pequeñas máquinas de tortura que otra cosa. Algo así:
Por más que mi padre se empeñó en aceitarlos, engrasarlos, repintarlos y no sé qué “arlos” más, fue imposible hacer que funcionaran correctamente, habían ya tenido sus mejores épocas años atrás. Así que ni modo, Porfirio, hay que comprarle patines al nene.
El día llegó y mi padre se apareció con esto:
Ya sé, ya sé, están bien culeros y parecen de niña, pero, en su momento, eran la onda. Agréguenle que los míos tenían las ruedas rojas.
En este punto surgieron dos problemas:
1.- El nene ya no puede patinar dentro de la casa porque ahora si agarra velocidad y ya me rompió dos figuritas de ¡PORCELANA, A VER COMO LE HACES PERO YO NO QUIERO QUE ESTÉ DANDO VUELTAS COMO IDIOTA TODO EL DÍA, YA ME ATROPELLÓ UN PIE, POR DIOS, MIS JUANETES, PORFIRIO, HAZ ALGO!
2.- De todos mis amigos, únicamente yo tenía patines. Empecé a sufrir el rechazo de la pandilla porque de pronto ya era yo el niño rico, fifí, neoliberal, hijo de Felipe Calderón de la cuadra que tenía patines. Pero, por otro lado, ¡TENÍA PATINES, BITCH!, ¡NO ME VERÁN NI EL POLVO, PUTAS! ¡HUELAN MI SHAMPOO!
Así que empecé a patinar a escondidas y solo.
Enfrente de mi colonia, a una cuadra, había una colonia de trabajadores mineros, propiedad de Industrial Minera México, colonia que, ¿qué creen? ¡ESTABA PAVIMENTADA! Y no sólo eso, ¡TENÍA BANQUETAS! Oulalá señores mineros franceses (canadienses, pues, señores mineros francocanadienses). Entonces, luego de llegar de la escuela y hacer la tarea (niños, hagan la tarea), se me permitía cruzar la carretera Panamericana (con mis patines super de lujo en mano) y patinar en la primer cuadra, la cual, se veía desde mi casa y de la que no debía salirme para que mi madre, ocasionalmente, se asomara y comprobara que el nene seguía dando vueltas como idiota pero ahora no en la sala sino en una banqueta a tan solo ciento cincuenta metros de su ala protectora y alejado de sus pies y figuritas de porcelana. Si he de ser sincero, creo que mi madre ni siquiera se asomaba a ver si seguía yo patinando pero pensemos que sí, yo en ese entonces pensaba que sí.
Pues, en esas estaba yo un día, ocupándome de lo mío, solo, sin importarme esto último, porque tengo que agregar que me caigo relativamente bien y disfruto mucho de mi compañía; cuando, no sé que chiste me conté, o de que idiotez me acordé, que solté una carcajada al mismo tiempo en que una mosca decidió que era buena idea volar a toda velocidad hacia la boca abierta del niño con patines de niña que viene patinando como idiota y riéndose solo por la banqueta de la cuadra de la colonia de trabajadores de la fundición de la compañía minera canadiense.
Lo que sigue es física básica: La velocidad de dos cuerpos (el mío y el de la mosca) ejercieron fuerzas mutuas y en sentido contrario haciendo inevitable su colisión (o algo así, siempre reprobé física) todo esto, hasta mi garganta. Y aquí, amigos, ya no había de otra. De nuevo tenía yo dos opciones:
Uno.- Toser para expulsar a la mosca y arriesgarme a que quedara en mi lengua y tocara mi lengua con sus patas de mosca y pudiera yo saborear su sabor de mosca.
O, Dos.- Tragármela y que los jugos gástricos terminaran con su estúpida vida de mosca estúpida.
Opté por la opción número dos.
Pude sentir, por un momento, como la mosca bajaba por mi garganta empujada por la poca saliva que pude juntar al primer impulso así que tomé más y más tragos de saliva hasta que estuve seguro de que Doña Pendeja Mosca Infame había bajado por completo. Ustedes lo saben, yo lo sé. Han sentido esa pastilla que se queda en el esófago. Ese chicle que decidió explorar y se adentró más allá de lo permitido. Bueno, pues así sentí, pero en mosca.
Sin embargo, el incidente no arruinó mi día y continué patinando. Era un niño. A los niños nos vale madre.
Con el tiempo, otro de mis amigos tuvo patines por lo que, en ocasiones, patinábamos juntos; misma historia: en la colonia de enfrente, con una o dos madres vigilantes, comillas grandes en “vigilantes”.
Mantuve mi historia moscófaga oculta por muchos años, hasta que aprendí a contarla, hasta que me di cuenta de todo lo que se acomodó para que yo, un niño, el menor de 3 hermanos, hijo de padres trabajadores, llamado privilegiado por sus amigos en una colonia nada privilegiada, terminara así con la vida de una pobre, inocente, pendeja y veloz mosca chihuahuense.
Gracias por leer.