MUCHOS MUERTOS PERO, HEY, ¿QUIÉN ESTÁ CONTANDO?
Tengo que empezar necesariamente con una aclaración: escribo esto sin saber hacia dónde va ni cómo va a terminar. Pero me mueve el sentimiento antes que la razón. Entonces, no respondo. Pueden dejar de leer en este momento y no terminar reclamándome luego.
Hace menos de dos semanas falleció otro amigo. COVID. Otro más. Aparte de ser un guitarrista talentosísimo de mi querido Chihuahua, estuvo presente en varios momentos de mi efímero paso por la escena musical del terruño. Yo lo veía y escuchaba tocar desde que era menor de edad y, en compañía de mi hermano Alex, me colaba en los bares donde ocasionalmente se presentaba. Él fue el productor del primer demo que grabé con mi banda (Morborum) en 1994, en un estudio improvisado en una casa de la colonia Mirador. Luego, años después, él me vendió el primer amplificador decente que tuve (Fender RocPro 1000, chulada de monstruito).
Pasó que, el día que me enteré de su muerte, por Facebook, no supe ni qué decir o qué hacer. Ni qué escribir. Atiné a irme a su muro y poner “Gracias por tanto, mi Mandis”. Y ya. La neta más por mí que por él. Los muertos no revisan Facebook.
Me sentí mal. No conocí a nadie más de su familia salvo a sus mejores amigos, sus compañeros de banda, las decenas de amigos que teníamos en común. Pero me quedé sin palabras. Armando, “Mandis”, como le decíamos, fue un compositor excepcional. Maestro de muchos e inspiración de otros tantos. Y de pronto se convirtió en una cifra. En un número más. Luego, la semana pasada, salieron a la luz más muertos, más cifras, unas que no conocíamos y que confirmaban lo que muchos ya sospechábamos: el Gobierno no nos está diciendo toda la verdad. Tampoco nos sorprendió mucho, la neta.
De la ya alarmante cantidad de más de 160 mil fallecidos, de un día para otro, brincamos a casi 200 mil.
Pero, siguen siendo números. Siguen siendo Legos que se van apilando en un rincón. Habrá uno que se quede suelto y nos duela cuando lo pisamos con el pie desnudo. Pero el dolor se va. El Lego se levanta y se acomoda encima de otro. Uno más.
Mandis falleció y nos dolió a algunos. Pero para la estadística fue uno más. Y lo peor del caso es que quizás ni siquiera haya alcanzado a sumarse. ¿Lo sumó el INEGI? ¿Lo sumó la Secretaría de Salud? ¿Lo ignoraron ambos?
¿Quién contó a mi tío José que falleció también por COVID el año pasado? ¿A la mamá de Adal? ¿Al mismo Adal? ¿Al papá de mi amigo, Gustavo? Y la lista puede seguir y seguir si les sumamos todos los muertos que nos han estado rodeando desde que esto empezó. A todos. Sí, también a tí que estás leyendo esto. Todos tenemos otros datos.
Pero hay algo más que me movió ese día. Luego de escribir, torpemente, mi despedida para Mandis en Facebook, entré a revisar mi lista de amigos en esa red social. No suelo agregar indiscriminadamente gente ahí y por lo regular, conozco en persona a más del 90 por ciento de quienes tengo agregados. Pero de nuevo, Facebook me daba otra cifra: tienes 560 amigos. Según yo, son pocos. Y aquí va lo más triste de todo. De esos 560, cada vez son menos los vivos.
Me pasa que para mi es más sencillo eliminar de esa lista al frustrado que de repente le caga que me burle de su mesías que a un amigo o familiar que ya falleció. ¿Les pasa igual? Es aquí donde voy a necesitar su ayuda para entender.
En mi lista sigue, y seguirá, Mandis; en esa lista sigue Adal, otro amigo que perdió la batalla hace algunos meses. En mi bandeja de entrada siguen estando los últimos mensajes que intercambiamos.
En mi lista sigue Abril Gómez, una amiga que accedió a participar como actriz en mi primer cortometraje hace más de 18 años, ahí sigue Ernesto Araujo, amigo de la primaria y fotógrafo chihuahuense, Luis Heraclio, excelente actor y maestro; Rita Guerrero, sí, esa Rita Guerrero. Rita, Poncho Figueroa (bajista de Santa Sabina) y su servidor íbamos a hacer un cortometraje que pospusimos en lo que Rita tenía a su bebé. Quienes sepan de ella, sabrán lo que ocurrió después.
En mi lista sigue mi hermano, Marco Antonio.
A simple vista, son también un número. Como esos casi 200 mil que de pronto nos aparecieron (o desaparecieron, según la semántica que les acomode), gracias al INEGI. Pero para alguien son más que eso. Hay familias incompletas. Hay salones de clases que no se van a llenar como antes. Hay escritorios que van a ser ocupados por otra persona. Hay amplificadores de guitarra que van a reproducir las notas de alguien más. Hay voces que ya no se van a volver a escuchar. Hay abrazos que no vamos a recibir de nuevo y anécdotas que nadie más nos va a contar igual. No son números. No son cifras. Éramos nosotros, porque no somos otra cosa más que la suma de todo lo que nos rodea.
Me movió a escribir primero la tristeza pero luego el coraje. Porque nos habían prometido la verdad, y nos mintieron en la cara. Y porque, para ellos, nuestros muertos son números incómodos. Son datos. Son gráficas para medir lo que más les interesa: su popularidad y su permanencia. Pero ellos se van a ir y nosotros vamos a seguir cargando a nuestros muertos.
Por lo pronto, de mi lista no se van a ir. Esos números tienen que seguir contando. Pasará que quizás nos vayamos juntos. Cuando también me convierta en una cifra, en una estadística, en uno más, de los que se van haciendo menos.
Porque así es esto. Todos cargamos algo. Y de momento, mi lista de amigos en Facebook está cargando muertos, porque sigo cargando recuerdos que no pienso soltar.
Gracias por leer.