SIN MIEDO, NENITA
Hoy, aprovechando esta época rara de enfermedades raras y situaciones aún más raras les quiero platicar cómo es que llegué a ser “La Señora que Inyecta” de Máquina 501.
Sólo les recordaré que fui el menor de 3 hermanos que me llevaban ocho y siete años respectivamente. Bueno, pues este peque, aparte de regordete, adorable y retozón, resultó ser harto enfermizo.
Desde muy chico fue así, recuerdo perfectamente las incontables idas al doctor y los incontables tratamientos con penicilina. Y sí, todos los tratamientos eran inyecciones. A mí ni me vean, masoquista nunca he sido. Sufría como Remi cuando se muere Corazón Alegre cada vez que tenía que ir al doctor. Que si lo piensan bien, la muerte de Corazón Alegre se pudo haber evitado. “Míralo, quiere actuar”. -dijo el imbécil de Vitalis. ¡ERA UN CHANGO, VITALIS! ¡SE SUPONE QUE LO TENÍAS QUE CUIDAR! ¡ESTABA NEVANDO Y EL PINCHE CHANGO ESTABA ENFERMO Y TÚ DEJASTE QUE SALIERA AL FRÍO! ¿QUÉ ESTÁS IDIOTA O QUÉ? ¿QUÉ CREÍAS QUE IBA A PASAR?… perdón, pero si me pone muy mal el pendejo de Vitalis. (Ojalá estés ardiendo en el infierno de los simios, infeliz).
*Aclaro mi garganta*.
Continúo.
Tengo muy presente una ocasión en que me tuvieron que llevar de urgencias al hospital en la madrugada por una bronquitis aguda con silbido de perro al respirar, tos de puerco y calentura de sacerdote en jardín de niños. Así, en la madrugada, como Javidú escapando a Guatemala, mi mamá y mi papá me cubrieron con una cobija de esas de cuadritos y barbitas en las orillas (no se hagan, saben perfecto de cuáles), me subieron a la troca, no camioneta, no coche, TROCA; una Chevrolet Apache que mi papá y yo amábamos y de la que una vez me caí del techo por andar de niño idiota jugando donde no debía, pero esa historia se las contaré luego. Bueno, pues papá y mamá me subieron a la TROCA y me llevaron a Urgencias de Pensiones Civiles del Estado de Chihuahua, ajúa.
Desde los albores de mi existencia me acostumbré tanto a las inyecciones que ya ni siquiera me quejaba, “ni sentía ni agradecía” diría mi abuela, pero en otro contexto mucho más cochino que no entendí hasta muy grande. En fin, yo ya no “respingaba” por las inyecciones, no me quedaba de otra: Ajo y Agua (Ajoderse y Aguantarse para los de menos de 50 años).
Mi madre siempre era quien me inyectaba; maestra de profesión, durante la carrera tuvo que tomar un curso de primeros auxilios donde le enseñaron a sacar canicas de narices, crayolas de oídos, lápices de piernas y también a inyectar.
Así pues, una misma persona me traía el látigo y la zanahoria, la caricia y el pellizco, la inyección y el beso. La persona que más me quería en este pinche mundo matraca. No importaba nada. Me tenía que curar algún día, tenía que.
En uno de esos años, contaba yo con siete u ocho de edad, mi madre se enfermó. Mentiría si les digo que recuerdo qué mal le aquejaba en esa ocasión pero tuvo que inyectarse y, para sorpresa de nadie, la única persona, cuadras a la redonda, que sabía inyectar, era ella.
En casa siempre desfilaron las vecinas con sus chamacos tosiquientos para que mamá los inyectara. Igual creo que por eso nunca respingué cuando era mi turno. A veces era hasta divertido ver, desde mi asiento VIP, en primera fila, como entre una o varias vecinas tenían que someter al escuincle llorón en cuestión, el cual, curiosamente estaba muy débil para ir a la escuela pero en cuanto veía la aguja en manos de mi madre parecía tener la fuerza suficiente para cargar a su madre, a su tía, a su hermano mayor y hasta al pinche ropero como poseído por más demonios que Regan MacNeil en El Exorcista.
Cuando mi madre enfermó, en un inicio, se inyectó a sí misma. Diestra en el arte de la inoculación intramuscular no le fue ajena ni la técnica ni la metodología. Sin embargo, diestra también de nacimiento, le fue imposible inyectarse en otro glúteo que no fuese el derecho.
Y aquí entró a escena el nene, ese peque regordete, enfermizo y retozón. El hijo de mami. El menor y más débil de toda la casa. El que “tenía voz de niña” según los pendejos de sus hermanos pero el único con la convicción necesaria para decirle a su mamá: “va, jefita, yo me rifo, chingue su madre, o sea no la suya, así se dice, jefa, agarre el pedo” (no dije eso pero es mi pinche historia y se aguantan).
Mi madre me dijo los “cómo sí”, los “por qué” y los “por qué no” en el arte de la inyectada. Y ahí estaba yo, aprendiendo y ensayando al mismo tiempo. Contagiado de la confianza que me daba la persona que más me había querido y más me había cuidado hasta ese día en mi pinche y corta existencia de siete u ocho años. Cuidándola y queriéndola de regreso. Con un chingo de miedo pero con un chingo de amor. Y no, no la cagué. Una de una, bitches. A la primera. Mi mano bajó veloz como gacela, como bala de sicario, como saeta de Apolo (referencia cultísima, perros).
Si dolió o no, jamás me enteré. La operación terminó y lo único que recibí fue un gracias y un beso. Como cuando los papeles estaban invertidos, como cuando era yo el que recibía la aguja. El premio fue el mismo. Pero no fue lo mismo.
Esa fue la primera de muchas. Hasta que me tocó inyectar a mis amigos. Hasta que crecí y alguien preguntó “¿Quién sabe inyectar?” Y yo contesté: “Pos yo”.
Hoy, cada que tengo que inyectar a alguien me acuerdo de ese día. Recuerdo cómo aprendí y me da un chingo de gusto. Recuerdo cómo nunca tuve miedo al estar del otro lado y aparento saber más de lo que sé. Porque, si lo piensan bien, de eso se tratan muchas cosas en la vida, de hacer como que sabes, de hacer como que lo has hecho miles de veces, aunque nunca dejes de ensayar. Hacerlo con un chingo de miedo pero con un chingo de amor.
Gracias por leer.