Skip links

¿Te Puedo Abrazar?

Son tiempos diferentes dijo alguien. Son épocas difíciles y aún no podemos dimensionar lo mucho o poco que vamos a cambiar cuando esto termine (quiero pensar que va a terminar pronto).

¿Cómo nos vamos a saludar cuando nos veamos? ¿Cómo nos vamos a despedir la próxima vez que tengamos que hacerlo si ya sabemos que puede tardar mucho, mucho tiempo en que nos podamos ver de nuevo? En que nos podamos abrazar de nuevo.

Los norteños somos muy amigueros. Somos leales como perros pero sentidos y orgullosos como los gatos. Y sobre todo, por naturaleza, los norteños somos abrazones. -Hola te presento a… *abrazo*. -Wey, este es mi comp… *abrazo* -Oye ¿tú eres el que sale en…? *Chingue su madre, abráceme, joto*.

Si son del “norti” saben perfectamente de lo que estoy hablando. Para mí fue un shock llegar, como ratoncito de pueblo, a la capital, cargando mi costalito de cebollas, mis carteritas de huevo Ochoa y mi sombrero arriscado solo para descubrir que aquí la gente no te contesta ni el “buenas tardes”. “Pinches chilangos mamones”, – pensé, mucho “provecho” cuando estás tragando y pasan enseguida pero no se les vaya a secar el hocico por un “buenos días, gordo pendejo”.

Pero te acostumbras. Lo entiendes. No es por mala educación. Es una vida más solitaria. Es una vida en putiza que no existe en provincia. Las familias no se esperan a una hora del día para comer juntos. Los vecinos de tu edificio cambian cada mes. Si abrazas a Fernández Noroña vas a terminar oliendo a pipí. Cosas así.

Llegas a un punto en que solo abrazas a alguien en su cumpleaños. Pero, ¿quién lo habría pensado? En estos tiempos difíciles, ya tampoco podemos.

Mis amigos cumplieron años y nos felicitamos virtualmente, celebramos por internet y nos abrazamos en Zoom. Y eso me hizo recordar y pensar en que los norteños, los de antes, los más norteños, los norteños “primigenios” de mi familia, no se abrazaban tanto.

Mi papá murió con Alzheimer hace dos años. Norteño todo él. De Durango, pero no sólo de Durango, de Francisco I. Madero, Durango. Ni se molesten, sigue siendo un pueblititito olvidado de la mano de Dios.

Y mi papá no abrazaba. Por lo menos no abrazaba a sus hijos. Y estaba bien. Porque nos amaba. Y porque hay muchas formas de abrazar y muchas formas de querer a la gente. Pero bastó que le empezaran a caer los nietos para cambiar eso. Para hacerlo reír de otra forma. Para hacer que sus ojos azulotes de menonita tatemado brillaran de manera diferente cuando los veía, wey, cuando los abrazaba. Y estaba bien. Estaba muy bien.

Cuando papá enfermó todo empezó a ser diferente. Como ahorita. Los tiempos se volvieron difíciles. Sobre todo para mi mamá. Y papá se empezó a convertir en otra persona.

El Alzheimer es lento como la quincena pero duro como dulce de chiclera. Pero a diferencia de un chicle duro, no cae de golpe. Empieza dejándose ver poco a poco. Empieza llevándose los nombres de los amigos pero termina llevándose los de tus nietos, los de tus hijos, los de tus hermanos, el de tu esposa. Ni pedo. Así es.

Termina llevándose tus cosas. Tu sed. Tu hambre. Hasta que te lleva completito. El Alzheimer es un culero, se tenía que decir.

Lo más difícil era cuando papá se daba cuenta. Cuando me veía y sabía que yo era su hijo, que vivía en “El De-Efe”, que tenía una familia y que estaba visitándolo pero no se acordaba de los nombres de sus nietos. ”¿Cómo están…” -decía, y pausaba. “Bien, pá,”, -tenía que adelantarme, “Gordito” y “Flaquita” están muy bien, te mandan muchos abrazos”. Y él se sonreía.

Y yo sabía que el día iba a llegar. Yo sabía que habría un día en que no recordaría quién era yo. Y el día llegó. Y esos otros días más difíciles llegaron.

La última vez que vi a papá, él ya era otra persona. Era otro norteño. Era un hombre que creía que tenía 20 años pero habitaba el cuerpo de un viejecito de 80. Ya no podía exigirle que recordara quién era yo porque él ni siquiera recordaba quién era él. 

Dicen que tu vida entera pasa por tus ojos cuando estás muriendo. Creo que ese es un privilegio que la gente que muere con Alzheimer no tiene.

Luego de una de mis visitas a Chihuahua, cuando me iba a despedir de él le pedí permiso para abrazarlo. “¿Te puedo abrazar” -le pregunté. Él se me quedó viendo raro y sonrió, pícaro, con la mitad de su boca. Su quijada echada hacia el frente, de viejito, sin su prótesis dental. Su cara redonda y arrugadita que poco a poco volvió a su color original a falta de las asoleadas chihuahuenses por el encierro obligado. Sus ojos azules, “sí, muy pinche bonitos pero que no te sirven de nada, pá, te salieron defectuosos”, -le dije en una ocasión. Tuve que repetir la pregunta: “¿Te puedo abrazar?”. “¿Es mi cumpleaños?” -contestó. “Sí, le dije, es tu cumpleaños” -mentí. Y lo abracé. Y me abrazó. Y le dije: “Feliz Cumpleaños”. Y traté de prolongar ese abrazo lo más que pude porque ese viejo cabrón me debía un chingo de abrazos. Pero duró lo que tenía que durar. Y, sabiéndolo pero sin querer aceptarlo, supe que iba a ser el último abrazo que nos íbamos a dar. “¿Y mi pastel?” -me preguntó cuando nos separamos. Y quiero pensar que en ese momento sabía que no era su cumpleaños porque de inmediato se rió, y los dos nos reímos. 

Pero hoy son tiempos diferentes. Son días difíciles en que todos, no nada más los norteños, no sabemos cuándo nos vamos a poder abrazar de nuevo. En que vamos a tener que cambiar porque muchas cosas necesariamente van a cambiar. 

Y cuando podamos salir como antes. Cuando podamos celebrar juntos otra vez. Cuando podamos felicitarnos por nuestros cumpleaños y comer pastel y nos tengamos que despedir, no hay que olvidarnos de la vez en que no supimos que íbamos a tardar mucho en poder hacerlo de nuevo. Ya no hay que quedarnos a deber tantos pinches abrazos.

Gracias por leer.