Una de “El Susto”
Yo no creo mucho en los fantasmas. Y digo mucho porque obviamente creo un poco. Y no, no me da vergüenza admitirlo. Porque me han pasado cosas medio extrañas a las que no les he encontrado explicación alguna y justo creo que hoy es un buen día para contarles una de ellas.
Desde niño viví rodeado de historias fantásticas. Mi abuela materna era todo un personaje y le encantaba contarnos las historias de su pueblo natal: La Capilla de Los Remedios, una ranchería polvosa enclaustrada en las orillas de la sierra de Chihuahua, en el municipio de Cusihuiriachi. A ver, cuando digo que soy de rancho es porque soy de pinche rancho, compa. Bueno, la verdad es que no soy tan de rancho. Ok, no soy nada de rancho.
Nunca me gustó ir a La Capilla, en parte porque hacías como mil horas en llegar. Primero había que ir de Chihuahua a Ciudad Cuauhtémoc, chíngate como dos horas en camión porque, a ver, mi abuela no tenía carro, tampoco manejaba y nadie con carro quería acompañarla a su pueblo, así que los nietos teníamos que tomar turnos para ir bajo el engaño de una divertida semana de contacto con la naturaleza. Sus mamadas.
Llegabas a Cuauhtémoc y de ahí tenías que tomar otro camión, más pinche todavía que el anterior, hasta La Capilla. Y discúlpenme si desvarío con este dato pero entre el polvo que sí o sí se metía por las ventanas, el calor infernal, el olor a caca de gallina, sobaco de jornalero y entreteta sudada que llenaba la cabina, la travesía se hacía como de 10 horas. Aunque la verdad es que quizás eran sólo otras dos horas.
Una vez que llegabas te dabas cuenta del engaño. Sabías perfecto por qué ninguno de tus tíos quería acompañar a tu abuela. En primer lugar, el baño era una letrina, ¡UNA LETRINA! ¿Saben la tortura que era, y es, para mí, un ser de digestión harto noble y generosa, tener que posar mis sacrosantas asentaderas en otro lugar que no sea el prístino, cálido y familiar baño de mi modesto hogar? Pero eso no era todo, obviamente no había agua corriente y ¡TE TENIAS QUE BAÑAR A CUBETAZOS! ¿Qué era esto? ¿¡CUBA!? ¿A qué clase de Guantánamo sierreño nos había traído esta señora que se decía mi abuela? ¿Qué delito tan ruin pude yo, a mis nueve años, haber cometido para merecer tan abominable castigo, DIOS?
Toda la vida fui mamón y exagerado, pero, eso sí, muy educado, ya que nunca me quejé abiertamente y siempre agradecí lo que se me ofreció. Me cagaba, lo odiaba, pero nadie se dio cuenta. Punto para mi poker face.
Cuando supe que estaría en ese lugar por una semana, si es que a Doña María del Rayo no se le ocurría quedarse un poco más, decidí adaptarme. Durante el día no había ningún problema. Porque #rancho, todo mundo se levantaba temprano, entonces había que madrugar. Luego de bañarse y desayunar (perdón, pero a la fecha no aguanto un día sin bañarme y menos sin desayunar) acompañábamos a mi abuela a visitar a cuanto cristiano se le ocurría. Que sus primos un día, que su hermano al otro día (en ese entonces ya sólo le quedaba uno) que sus otros primos de tras lomita al día siguiente.
Llegábamos y luego de unos minutos, después de saludar y tomar agua, café o comer si era hora de la comida, sabías que la plática iba durar horas, por lo que, mientras la abuela se quedaba en esas casitas de adobe carcomido con marcos de madera hinchada por los años y puertas de malla oxidada, yo la esperaba afuera y buscaba lo que fuera para entretenerme.
Siempre me han gustado los insectos así que podía pasar horas levantando piedras o ramas para encontrar arañas, escarabajos o lo que la fauna local tuviera para ofrecerme.
Afuera de una de las casas que visitamos había un montón enorme de paja seca por lo que un día decidí dejar mi tabúes sobre la limpieza a un lado y me dediqué a brincar como poseso en la paja. ¿Sabían que la paja tiene una manera misteriosa de llegar hasta más allá del cobijo protector de tu ropa interior? Bueno, pues la tiene.
Un día monté a caballo. Equis. Ni estuvo tan padre.
Otro día acompañamos a un tío a recoger una vaca que se había “despeñado”, no, Peña Nieto no tuvo nada que ver, lo juro. Recuerdo muy bien como la engancharon a la carreta en la que íbamos (sí, fuimos en una carreta), creo que la idea de inicio era subirla, pero estaba demasiado pesada así que la ataron de las patas traseras y la arrastraron todo el camino hasta el pueblo. Llegó un punto en que la piel de la vaca se rasgó y dejaba manchitas rojas cuando pasaba sobre las piedras más grandes.
En el camino, el tío nos enseñó dónde vivió mi abuela cuando era niña y señaló la pared de un cerro no tan grande el cual tenía en su base una cueva pequeña rodeada todavía por algunas piedras apiladas en intentos de lo que alguna vez fueran paredes. “Ahí mero” -dijo. Y sí, como muchas familias, incluso hoy en día, en la sierra de Chihuahua, mi abuela materna nació en una casa que se construyó aprovechando la existencia previa de una cueva. Mi abuela de las cavernas.
Los días pasaban tranquilos. Días de pueblo. Ibas a donde querías y hacías lo que se podía. Ese no era el problema. El problema eran las noches.
Por las noches todo cambiaba. Era como en esas películas antiguas donde alguien gira un diorama y de repente todo lo blanco se vuelve negro. El sol es reemplazado por la luna y la música pasa de un festivo Cepillín al pinche soundtrack de LA PROFECÍA.
Si creen que odiaba los días. No tienen idea de lo que aborrecía las noches. Una vez que oscurecía nos quedábamos dentro de la casa. Ah, por cierto, no había luz eléctrica. Chínguense esa. La casa se iluminaba medianamente con quinqués y veladoras y no tengo que explicarles lo que las sombras le hacen a la mente de un gordito miedoso y muy imaginativo. Sí, aparte de mamón y exagerado siempre he tenido una imaginación bastante, llamémosle, fértil. Y ahí no paraba la cosa. Porque a Doña Rayito le mamaba contar historias. Y en los ranchos las noches no se tratan de otra cosa más que de tomar café y contar historias.
Empezaron light hablando de los entierros de la Revolución. Puede que ustedes, amables y versados lectores, sepan lo que son los entierros pero también puede que no tengan idea alguna de lo que eso significa, les explico. Un entierro es una cantidad considerable de oro que Villa y/o sus Dorados ocultaron bajo tierra durante sus incontables saqueos revolucionarios. Obviamente, luego de obtener el botín, no lo cargaban todo consigo así que, según las leyendas, cavaban profundas zanjas donde echaban el oro y, de pasada, al peón o peones que cavaban la zanja después de su respectivo balazo en la cabeza, lo cual cumplía dos propósitos. El oro estaba seguro y nadie salvo el dueño sabía donde quedaba enterrado. Qué Banco Azteca ni que sus mamadas, ¡los entierros, bitch!
Bueno pues el tío en cuestión sabía de la existencia de varios entierros y por supuesto sabía cómo encontrarlos, pero había una metodología porque un compadre suyo (siempre es un compadre) desenterró uno el cual, cuando se hizo de día, se le convirtió en cenizas por, y cito: “avaro, pendejo y cabrón”.
La metodología del tío para encontrar entierros era muy sencilla, pero tenía un único inconveniente: había que observar a Las Brujas por la noche. A. La. Chingada.
Siendo yo un escuincle harto curioso, medio léido (sic) y con mamá maestra que tenía como 3 enciclopedias en casa, obviamente conocía sobre los fuegos fatuos lo cual mencioné. Y sí. Quedé aún más como el escuincle mamón que decía cosas que nadie entendía y que “casi no cagaba”, palabras textuales. Incluso una vez en lugar de paja dije “heno” en voz alta lo que hizo que la esposa del tío se cagara de risa. Perdón, La Capilla de Los Remedios, te fallé como ranchero.
“Brujas, pendejo, no “fuatuos” (sic), ¿eso qués?”, -dijo el tío, obviamente sin esperar respuesta.
Me callé mi estúpida bocota, escuché el relato y aquí fue cuando todo se empezó a ir a ese punto del que ya no hay retorno.
“Las brujas son bolas de fuego. Aquí se ven muy seguido.” -comenzó. “En el cerro dan vueltas y a veces hasta bajan al pueblo, pasan por encima de las casas y asustan a los animales, se llevan chivos o becerros chiquitos. Yo siempre las dejo porque son las que luego te dicen dónde están los entierros. Si ves varias en un mismo lugar, ahí es cuando hay que ir a buscar”.
Huelga decir que para ese entonces estábamos yo y mi sistema digestivo ya un tanto sugestionados, pero hacerle caso a la naturaleza implicaba salir de la casa en la oscuridad de la noche sierreña, atravesar el corral cargando una veladora, llegar hasta la letrina y rezar porque no hubiera algún bicho nocturno para poder hacer eso que nadie más puede hacer por tí.
Aguanté.
Pero el tío continuó y la abuela Rayo lo acompañó.
“¿Te acuerdas de las dos lechuzas en la ventana?” -inquirió mi siniestra abuela. “¡Claro!” -apresuró la tía, “´pos eran ellas”.
Hijas de la chingada, señoras, ¿qué no ven que ya sin sus pinches historias de todos modos me estoy cagando? ¿Es una conspiración en mi contra o qué huevos? ¡Seriedad, por favor! ¡Atengámonos a la ciencia, caballeros! ¡No podemos ceder ante las supercherías! ¡Es el siglo XX, por Dios!
“Cuando llegó la primera no le hice caso, y eso que me aventaba tierra con las patas, pero luego llegó la otra y se empezaron a reír”. Ay, abuela. Qué bueno que me invitaste. “Venían muy seguido, juntas, y no me dejaban dormir, hasta que una noche les eché agua bendita y por lo menos a una sí le cayó bastante”.
“¿Me acompañas al baño?” -le pregunté a uno de mis primos. “No”, -dijo el muy cabrón. Pues chinga tu madre, Ricardo. Debí decirle, pero recuerden que era, soy, bien pinche educado y estábamos en casa ajena. No iba yo a hacer una escena enfrente de mi abuela Elizabeth Bathory y su prima Doña Macabra la del rancho satánico embrujado con lechuzas risionas.
Pero ya estaba hecho, no había marcha atrás, ahora todos sabían que tenía que ir al baño.
“Vaya usté solo, mijo, ¿o le da miedo?” -preguntó el tío. Nombre, tío, no me da nada de miedo. Lo pálido y sudoroso lo tengo de nacencia.
Ni siquiera recuerdo si contesté algo. Y me iba a tragar el orgullo pero si tragaba algo más me iba a cagar ahí mismo así que le pregunté de nuevo al pendejo de mi primo. “¿Me acompañas?”. La respuesta fue un chasquido de hastío seguido de un sí a medias, con la cabeza, acompañado de un “me cagas” en la mirada. Y los dos salimos al enorme corral armados únicamente con una veladora. En ese instante supe que también Ricardo tenía miedo, por eso no quería ir conmigo.
Llegamos hasta la letrina para descubrir, con horror, un nuevo predicamento: sólo llevábamos una veladora. Uno de los dos se iba a quedar completamente a oscuras.
Ambos expusimos argumentos muy convincentes y aunque se manejó que él me estaba haciendo el favor de acompañarme y por lo tanto yo debía entrar a la letrina sin veladora, mi labor de convencimiento pudo más y logré quedármela para entrar a hacer lo que para ese momento tan desesperadamente tenía que hacer.
No entraré en detalles pero, mal me había acomodado, cuando escuché que el cabrón de mi primo corría por el corral rumbo a la casa. Sí. El hijo de la chingada me había abandonado a mi suerte.
Apresuré la encomienda que me había llevado a tan bochornosa gesta e intenté salir de ahí tan rápido y limpio como las circunstancias lo permitieran. Subí y abroché como pude mi pantalón y a punto estaba de empujar la enmohecida puerta de madera que me separaba de la noche cuando, como si la marrana, la veladora se apagó.
Me quedé helado por unos segundos. Pensé en patear la puerta con fuerza, salir hecho la mocha como William Wallace en batalla y atravesar corriendo el corral hasta la seguridad de la casa gritando “FREEDOOOOOM!”. Pero no pude. Algo me estaba esperando afuera. Algo estaba arañando la madera por fuera de la letrina.
Puse mi mano en la puerta rezando por no tocar algún bicho y la empujé lentamente. Los goznes rechinaron. Lo que sea que arañaba la madera estaba a mi derecha. Esperando. Mi mano recibió un poco de luz del exterior al abrirse la puerta. Respiré. Para mi suerte, había un poco más de luz afuera que adentro. Abrí la puerta lo suficiente para salir y pisé uno de los dos escalones. Otro rechinido. Los arañazos se detuvieron. Terminé de bajar lentamente los escalones de madera que me separaban del suelo firme y salí de la letrina. Quise correr pero no pude. Caminé lento, muy lento rumbo a la casa la cual me pareció que estaba lejísimos. De nuevo, a mis espaldas, escuché los arañazos sobre la madera. Y yo sabía que no debía hacerlo, pero lo hice de todas maneras, me giré lentamente para ver.
Enseguida del cuartucho de la letrina crecía un mezquite y en la base del mezquite había algo amarrado. En la oscuridad no pude distinguir bien qué era, quizás era un chivo o un borrego. Y las ramas del mezquite raspaban la madera de la letrina cada vez que el chivo/borrego se movía, asustado o incómodo quizás, por mi presencia.
Exhalé aliviado.
Sonreí para mí mismo y me di de nuevo la vuelta para regresar a la casa, ahora un poco más tranquilo, habiendo descubierto al perro barbudo del relato de Maupassant, al simio asesino de Poe, no había nada que temer, era solo un chivo/borrego amarrado a un mezquite, atado también a mi sugestión.
Inicié confiado el regreso a la casa donde estaban todos la cual ya no me pareció tan lejana y fue justo ahí cuando la vi, al fondo, sobre el cerro que estaba detrás. Al principio pensé que era una fogata, a lo lejos, grande, entre los pinos, pero las fogatas no se mueven. Las fogatas no suben y bajan. Las fogatas no van de un lado a otro y luego de nuevo hasta arriba para desaparecer detrás de los cerros. No. Ninguna fogata puede flotar así.
Corrí hasta a la casa, llegué jadeando, todos miraron hacia la entrada donde yo estaba y justo cuando había puesto un pie dentro vomité toda la cena en el piso de cemento.
No pude evitar notar que a la tía no le pareció nada graciosa la escena pero no dijo nada. Yo tampoco dije nada. Nadie me preguntó por qué corría. Nadie reparó en mis ojos de plato y mi cara lívida de terror porque el vómito opacó, y justificó, mi apariencia. Todos creyeron que algo me había caído mal en el estómago. Sí, pendejos, me intoxiqué con sus pinches historias de brujas, los odio.
Me ofrecieron un té incoloro que sabía horrible y después de que limpiaron los restos de mi miedo del piso de cemento todos nos fuimos a dormir.
Durante toda la estancia compartí cama con el traicionero de mi primo Ricardo y cuarto con la abuela. El cuarto que nos habían asignado tenía una sola ventana que daba a la calle y que se ubicada justo arriba de la cabecera donde dormía mi abuela, a la izquierda de la cama donde dormíamos el traidor y este, su amable y redondo escriba, por lo que mi vista eran los pies de mi abuela y dicha ventana.
Esa noche tardé un poco en conciliar el sueño por obvias razones y por algo que sucedió un poco después. Al día de hoy, sigo sin saber si alguien más se dio cuenta, pero esa noche, y las que le siguieron, ya muy entrada la madrugada, mientras todos dormían, una lechuza llegaba hasta la ventana encima de la cabecera de mi abuela y se quedaba ahí, en silencio. Yo la veía hasta que me vencía el sueño. Una sola lechuza, observando, con sus ojos de lechuza, sin hacer nada más que quedarse ahí, como esperando algo, como esperando a alguien.
Gracias por leer.